![Fortuna Infinita de Rey Afortunado Fortuna Infinita de Rey Afortunado](https://i.ytimg.com/vi/cfZWI398hnU/maxresdefault.jpg)
También creo que la felicidad tiene que mucho ver con la actitud personal ante la vida y aunque se diga que un pesimista solo es un optimista informado, estoy convencido de que este último es más feliz. Un amigo muy inteligente pero triste me decía que no podía ser optimista porque la vida es una historia que siempre termina con la muerte del protagonista.
El error es pretender ser eterno cuando a lo que hay que aspirar es a tener una vida plena y a poder pensar que valió la pena vivirla cuando llegue su final. Un informe de la Academia Nacional de Ciencias de Estados Unidos dice que los optimistas viven más y, lo que es más importante, viven mejor que los pesimistas.
Lo que pasa es que, como afirma el psiquiatra Luis Rojas Márquez, «el optimismo es un músculo que hay que entrenar a diario», igual que el cerebro, para que crezca o por lo menos no se anquilose y por eso Charlie Chaplin decía que «un día sin reír es un día perdido».
Tenemos razones para estar angustiados: desde el calentamiento global que amenaza con destruir el nicho ecológico que nos sustenta, hasta la robotización que en un mundo global amenaza nuestro empleo, la cutrez de muchos políticos más pendientes de su ombligo que de resolver nuestros problemas, o el cabreo que nos provocan los recurrentes casos de corrupción.
Y tenemos que trabajar para cambiar todo eso y poner nuestro grano de arena sin dejar la tarea únicamente en manos de los poderes públicos, que es lo cómodo y lo irresponsable.
Pero una vez cumplida nuestra obligación, no ganamos nada viendo la botella medio vacía en lugar de medio llena, porque la botella no cambiará pero sí lo hará nuestra actitud ante la vida.
Y eso al margen del dato objetivo de que como seres humanos vivimos mejor que nunca. Piensen solo que el primer barón Rothschild murió en porque se le infectó una muela o que Luis XIV las pasaba canutas con una fístula en el trasero y hoy ambas cosas se resolverían con un simple antibiótico Por eso, y mientras esperamos al final para saber si hemos sido felices, podemos considerarnos afortunados si cada día hacemos algo que mejore la vida de los que nos rodean, porque eso también contribuye a la felicidad y puede ser un buen propósito para comenzar el año.
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Isabel Olmos Alfons Garcia Joan Carles Martí Juan R. Gil Jose Luis Villacañas Las viñetas de Ortifus. Consecuencia: tienen el pleno tantos acertantes que tocan apenas a una pedrea. En El mundo sigue se suman además la terrible historia de dentro y la injusta intrahistoria de fuera: a Juan Antonio de Zunzunegui , autor de la novela original, magnífico escritor de mitad del siglo XX en una línea naturalista y realista, la sociedad cultural de su tiempo le destrozó la carrera por una absurda fama relacionada con la suerte: la de ser gafe.
Tener suerte jugando a la ruleta es una opción; tener suerte jugando a la ruleta rusa es una obligación. Pero, ¿qué es la ventura cuando en una guerra como la de Vietnam se la juegan a cada paso?
Y no solo la vida futura sino también, como muestra la película, el recuerdo del ayer, de la amistad, del amor y de la nobleza, de lo que esos tres amigos fueron y nunca más serán. La muerte, como las balas de la pistola con la que juegan a la fuerza junto a unos miembros del Vietcong en una mesa en medio del infierno, se incrusta en la cabeza para no irse nunca más de allí.
Aunque se sobreviva. La fabulosa segunda película de Cimino como director , marcada por la juventud de Meryl Streep y la última aparición de John Cazale antes de su muerte, quedó en las memorias por la espeluznante secuencia de la ruleta rusa, de casi un cuarto de hora de duración, en la que Robert De Niro, Christopher Walken y John Savage debieron sufrir, además, las hostias reales que les daban los actores vietnamitas por orden del director.
Disponible en Filmin y Flixolé. Estupendo debut en el largo de Juan Carlos Fresnadillo , enigmático thriller de intriga, fábula moral con un halo de irrealidad, Intacto estaba protagonizada por, entre otros, el único superviviente de un accidente aéreo, un torero que nunca sufrió una cogida en su carrera, y un hombre con el don de robar la suerte a los demás, que trabaja gafando a los clientes de un casino.
Todos ellos conforman una especie de club de la lucha en versión búsqueda del porvenir, en el que en lugar de combates a puñetazos o partidas de póquer, lo que hay son las más insólitas pruebas sobre cómo demostrar la potra de cada uno.
Y de fondo, una fascinante paradoja: la desgracia de tener una gran suerte en la vida. Javier Ocaña. Copiar enlace.
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La gran desdicha de aquel príncipe fue no tener nunca un teatro suficientemente vasto para su genio. Hay Nerones jóvenes que se ahogan en límites sobrado estrechos; los siglos por venir han de ignorar siempre su nombre y su buena voluntad.
La Providencia, imprevisora, había dado a aquél facultades mayores de sus estados. Corrió de repente la voz de que el soberano quería otorgar gracia a todos los conjurados; y origen de tal rumor fue el anuncio de un gran espectáculo en que Fanciullo había de representar uno de sus papeles principales y mejores, y al que asistirían también, según informes, los caballeros condenados; signo evidente, agregaban los espíritus superficiales, de las tendencias generosas del príncipe ofendido.
Por parte de un hombre tan natural y voluntariamente excéntrico, todo era posible, hasta la virtud, hasta la clemencia, sobre todo si pensaba encontrar en ella placeres inesperados. Mas para los que, como yo, habían podido penetrar más adentro en las profundidades de aquella alma curiosa y enferma, era infinitamente más probable que el príncipe quisiera juzgar del valor de los talentos escénicos de un hombre condenado a muerte.
Quería aprovechar la ocasión para hacer un experimento fisiológico de interés capital , y comprobar hasta qué punto las facultades habituales de un artista podían alterarse o modificarse ante la situación extraordinaria en que él se encontraba; después de esto, ¿existía en su alma una intención más o menos resuelta de clemencia?
Punto es éste que jamás ha podido aclararse. Llegó, al cabo, el gran día, y la reducida corte desplegó todas sus pompas; difícil sería concebir, sin haberlo visto, cuántos esplendores puede ostentar la clase privilegiada de un Estado con recursos restringidos en una verdadera solemnidad.
Aquélla era doblemente verdadera; lo primero, por la magia del lujo desplegado, y después, por el interés moral y misterioso que llevaba consigo. Maese Fanciullo sobresalía, ante todo, en los papeles mudos, o poco cargados de palabras, que suelen ser los principales en esos dramas de magia, cuyo objeto es representar simbólicamente el misterio de la vida.
Entró en escena con ligereza y con perfecta soltura, y ello contribuyó a fortalecer en el noble auditorio la idea de benignidad y de perdón.
Cuando de un comediante se dice: «Ese es un buen comediante», se echa mano de una fórmula que implica que, tras el personaje, se deja adivinar el cómico, es decir, el arte, el esfuerzo, la voluntad.
Pues si un comediante llega a ser, con relación al personaje que está encargado de expresar, lo que las mejores estatuas antiguas, milagrosamente animadas, vivas, andantes, videntes, podrían ser, con respecto a la idea general y confusa de belleza, ése sería, a no dudar, caso singular y totalmente improvisto.
Fanciullo fue aquella noche una perfecta idealización, que era imposible no suponer viva, posible, real. El bufón iba, venía, reía, lloraba, entraba en convulsión, con una indestructible aureola en derredor de la cabeza, aureola invisible para todos, pero visible para mí, que unía en extraña amalgama los rayos del arte con la gloria del martirio.
Fanciullo introducía, por no sé qué gracia especial suya, lo divino y lo sobrenatural, hasta en las bufonadas más extravagantes. Tiembla mi pluma, y lágrimas de emoción siempre presente se me suben a los ojos cuando intento describiros aquella inolvidable velada.
Demostrábame Fanciullo, de manera perentoria, irrefutable, que la embriaguez del arte es más apta que otra cualquiera para velar los terrores del abismo; que el genio puede representar la comedia al borde de la tumba con una alegría que no le deje ver la tumba, perdido como está en un paraíso que excluye toda idea de tumba y destrucción.
Todo aquel público, por estragado y frívolo que fuese, pronto sintió el omnipotente dominio del artista. Nadie soñó ya en muerte, luto o suplicio. Cada cual se abandonó, sin inquietud, a los placeres múltiples que da la vista de una obra maestra de arte vivo.
Las explosiones de gozo y admiración sacudieron varias veces las bóvedas del edificio con la energía de un trueno continuo. Hasta el príncipe, embriagado, mezcló su aplauso al de su corte. Sin embargo, para los ojos clarividentes, su embriaguez no carecía de mezcla.
Tales supuestos, no exactamente justificados, pero no en absoluto injustificables, cruzaron por mi mente mientras contemplaba yo el rostro del príncipe, en el que una palidez nueva iba a juntarse sin cesar con su habitual palidez, como nieve sobre nieve.
Apretábanse cada vez con más fuerza sus labios, y sus ojos se iluminaban con fuego interior, semejante al de los celos y al del odio, hasta cuando aplaudía ostensiblemente los talentos de su antiguo amigo, el extraño bufón, que tan bien bufoneaba con la muerte.
En determinado momento vi a su alteza inclinarse hacia un pajecillo, colocado detrás de él, y hablarle al oído. La cara traviesa del lindo muchacho se iluminó con una sonrisa, y salió vivamente después del palco principesco, cual si fuera a cumplir un encargo urgente. Pocos minutos más tarde, un silbido agudo, prolongado, interrumpió a Fanciullo en uno de sus mejores momentos, y desgarró a la vez oídos y corazón del artista.
Del sitio de donde había brotado aquella inesperada desaprobación, un muchacho se precipitaba al pasillo ahogando la risa. Fanciullo, sacudido, despertando de su sueño, cerró primero los ojos, los volvió a abrir casi enseguida, agrandados desmesuradamente, abrió luego la boca como para respirar convulso, vaciló un poco hacia adelante, otro poco hacia atrás, y cayó después muerto de repente en las tablas.
El silbido, rápido como el acero, ¿había frustrado en realidad al verdugo? Permitida está la duda. Dulce y legítimo es creerlo. Los caballeros culpables habían gozado por última vez del espectáculo de la comedia. Aquella misma noche fueron borrados de la vida.
Conforme nos alejábamos del estanco, mi amigo iba haciendo una cuidadosa separación de sus monedas; en el bolsillo izquierdo del chaleco deslizó unas moneditas de oro; en el derecho, plata menuda; en el bolsillo izquierdo del pantalón, un puñado de cobre, y, por último, en el derecho, una moneda de plata de dos francos que había examinado de manera particular:.
Nos encontramos con un pobre que nos tendió la gorra temblando. Nada conozco más inquietador que la elocuencia muda de esos ojos suplicantes que tienen a la vez, para el hombre sensible que sabe leer en ellos, tanta humildad y tantas reconvenciones.
Encuentra algo próximo a esa profundidad de asentimiento complicado en los ojos lacrimosos de los perros cuando se les azota. El don de mi amigo fue mucho más considerable que el mío, y lo dije: «Hace bien; después del placer de asombrarse, no lo hay mayor que el de causar una sorpresa.
Pero en mi cerebro miserable, siempre ocupado en buscar lo que no se halla ¡qué abrumadora facultad me ha regalado la Naturaleza! Un tabernero, un panadero, por ejemplo, le mandarían acaso detener por monedero falso, o como a expendedor de moneda falsa. También podría ocurrir que la moneda falsa fuese, para un pobre especulador insignificante, germen de la riqueza de algunos días.
Y así mi fantasía progresaba, prestando alas a la mente de mi amigo y sacando todas las deducciones posibles de todas las hipótesis posibles. Pero él rompió bruscamente mi divagación recogiendo mis propias palabras: «Sí, estáis en lo cierto; no hay placer más dulce que el de sorprender a un hombre dándole más de lo que espera.
Le miré a lo blanco de los ojos y me quedé asustado al ver que en los suyos brillaba un incontestable candor. Entonces vi claro que había querido hacer al mismo tiempo una caridad y un buen negocio; ganarse cuarenta sueldos y el corazón de Dios; alcanzar económicamente el paraíso; lograr, en fin, gratis, credencial de hombre caritativo.
Casi le hubiera perdonado el deseo del goce criminal de que le supuse capaz poco antes; me hubiera parecido curioso, singular, que se entretuviera en comprometer a los pobres; pero nunca le perdonaré la inepcia de su cálculo.
No hay excusa para la maldad; pero el que es malo, si lo sabe, tiene algún mérito; el vicio más irreparable es el de hacer el mal por tontería. Ayer, entre la muchedumbre del bulevar, sentí que me rozaba un ser misterioso que siempre tuve deseo de conocer, y a quien reconocí en seguida, aunque no le hubiese visto jamás.
Había, sin duda, en él para conmigo un deseo análogo, porque al pasar me lanzó significativamente un guiño, al que me di prisa por obedecer. Le seguí con atención, y pronto bajé detrás de él a una mansión subterránea deslumbradora, en que brillaba un lujo del cual ninguna de las habitaciones superiores de París podría ofrecer ejemplo aproximado.
Parecíame raro que hubiese podido yo pasar tan a menudo cerca de aquel misterioso cobijo sin adivinar su entrada. Reinaba allí una atmósfera exquisita, aunque de mareo, que casi hacía olvidar instantáneamente todos los fastidiosos horrores de la vida; respirábase allí una sombría beatitud, análoga a la que debieron de sentir los comedores de loto cuando, al desembarcar en una isla encantada, iluminada por los resplandores de una eterna prima tarde, sintieron nacer dentro de sí el sonido adormecedor de las cascadas melodiosas, el deseo de no volver a ver nunca sus penates, a sus mujeres, a sus hijos, y de no tomar nunca a mecerse en las altas olas del mar.
Había allí rostros extraños de hombres y de mujeres, señalados por una hermosura fatal, que me parecía haber ya visto en épocas y en países que no podía recordar exactamente, y antes me inspiraban fraternal simpatía que ese temor nacido de ordinario al aspecto de lo desconocido.
Si intentara definir de un modo cualquiera la expresión singular de sus miradas, diría que nunca vi ojos en que más enérgicamente brillara el horror del hastío y el deseo inmortal de sentirse vivir. Mi huésped y yo éramos ya, cuando nos sentamos, antiguos y perfectos amigos.
Comimos y bebimos sin tasa toda clase de vinos extraordinarios, y lo que es más extraordinario aún, me pareció, después de varias horas, que yo no estaba más borracho que él. Sin embargo, el juego, placer sobrehumano, había interrumpido con diversos intervalos nuestras libaciones frecuentes, y tengo que deciros que me había jugado y perdido el alma, mano a mano, con una despreocupación y una ligereza heroicas.
El alma es cosa tan impalpable, tan inútil a menudo, y en ocasiones tan molesta, que, al perderla, no sentí más que una emoción algo menor que si se me hubiera extraviado, yendo de paseo, una tarjeta de visita.
Fumamos largamente algunos cigarros cuyo sabor y aroma incomparables daban al alma la nostalgia de países y de venturas desconocidos, y embriagado de tantas delicias, me atreví, en un acceso de familiaridad que no pareció desagradarle, a exclamar, echando mano a una copa llena hasta el borde: «¡A vuestra salud, inmortal viejo Chivo!
Hablamos también del Universo, de su creación y de su destrucción futura; de la idea grande del siglo, es decir, del progreso y de la perfectibilidad, y, en general, de todas las formas de la infatuación humana.
Tratándose de esto, su alteza no agotaba las chanzas ligeras e irrefutables, expresándose con una suavidad de dicción y una tranquilidad en la chacota que no he visto nunca en ninguno de los más célebres conversadores de la Humanidad.
Me explicó lo absurdo de las diferentes filosofías que se habían posesionado hasta entonces del cerebro humano, y hasta se dignó declararme, en confianza, algunos principios fundamentales cuyos beneficios y propiedad no me conviene compartir con nadie.
No se quejó en lo más mínimo de la mala reputación de que goza en todas las partes del mundo; me aseguró que él, en persona, era el mayor interesado, en destruir la superstición , y llegó a confesarme que no había temido por su propio poder más que una vez sola, el día en que oyó decir desde el púlpito a un predicador más listo que sus cofrades: «Queridos hermanos, no olvidéis nunca, cuando oigáis elogiar el progreso de las luces, que la más bonita astucia del diablo está en persuadiros de que no existe.
El recuerdo de aquel célebre orador nos llevó naturalmente al asunto de las academias; mi extraño huésped me afirmó que no tenía a menos, en muchos casos, inspirar la pluma, la palabra, la conciencia de los pedagogos, y que asistía siempre en persona, aunque invisible, a todas las sesiones académicas.
Animado por tantas bondades, le pedí noticias de Dios y le pregunté si le había visto recientemente. Me contestó con un despego matizado de alguna tristeza: «Nos saludamos si nos vemos; pero como dos caballeros ancianos que no hubieran conseguido apagar del todo el recuerdo de pasadas rencillas en una cortesía innata.
Es dudoso que su alteza haya dado jamás audiencia tan larga a un simple mortal, y yo temía estar abusando. Por fin, cuando la trémula aurora blanqueaba los cristales, aquel famoso personaje, cantado por tantos poetas y servido por tantos filósofos, que, sin saberlo, trabajan por su gloria, me dijo: «Quiero que tenga buen recuerdo de mí, y voy a demostrarle que yo, de quien tan mal se habla, soy algunas veces un buen diablo , para servirme de una locución vulgar.
En compensación por la pérdida irremediable de su alma, le doy la puesta que hubiese ganado si la suerte se hubiera declarado en favor suyo, es decir, la posibilidad de aliviar y de vencer, durante toda la vida, esa rara afección del hastío, fuente de todas vuestras enfermedades y de todos vuestros miserables progresos.
Nunca formulará deseo que yo no le ayude a realizar; reinará sobre todos sus vulgares semejantes; tendrá buena provisión de halagos y aun de adoraciones; la plata, el oro, los diamantes, los palacios de magia saldrán a buscarle, y le rogarán que los acepte, sin que haya necesidad de esfuerzo para guardarlos; cambiará de patria y de país tan a menudo como su fantasía se lo ordene; se emborrachará de placeres, sin cansancio, en países encantadores donde siempre hace calor y donde las mujeres huelen tan bien como las flores, etcétera, etc Si no hubiera sido por temor a humillarme delante de tan numerosa asamblea, de buena gana hubiese yo caído a los pies del generoso jugador, para darle gracias por su munificencia inaudita.
Si existe un fenómeno evidente, trivial, siempre parecido y de naturaleza ante la cual sea imposible equivocarse, es el amor materno. Tan difícil es suponer una madre sin amor materno como una luz sin calor. Pues oíd, sin embargo, esta breve historia, en la que me he dejado engañar singularmente por la ilusión más natural.
Mi profesión de pintor me mueve a mirar atentamente las caras, las fisonomías que se atraviesan en mi camino, y ya sabéis el goce que sacamos de semejante facultad, que hace la vida más viva a nuestros ojos y más significativa que para los demás hombres. En el barrio apartado en que vivo, que tiene todavía vastos trechos de hierba entro las casas, he solido observar a un niño cuya fisonomía ardiente y traviesa, más que la de los otros, me sedujo desde el primer momento.
Más de una vez me sirvió de modelo, y le transformé, ya en gitanillo, ya en ángel, ya en amor mitológico. Lo di a llevar el violín del vagabundo, la corona de espinas y los clavos de la Pasión, y la antorcha de Eros. Acabé por tomar gusto tan vivo a la gracia de aquel chicuelo, que un día fui a pedir a sus padres, unos pobres, que me lo cedieran, prometiendo que le vestiría bien y le daría algún dinero, y no le impondría más trabajo que el de limpiar los pinceles y hacer algunos recados.
El niño, en cuanto se le lavó, se quedó hecho un encanto, y la vida que junto a mí llevaba lo parecía un paraíso en comparación con la que hubiera tenido que soportar en el tugurio paterno. Sólo tendré que añadir que el muñequillo me asombró algunas veces con crisis singulares de tristeza precoz, y que pronto empezó a manifestar afición inmoderada por el azúcar y los licores, tanto, que un día en que pude comprobar, no obstante mis repetidas advertencias, un nuevo latrocinio de tal género cometido por él, le amenacé con devolvérselo a sus padres.
Luego salí, y mis asuntos me retuvieron bastante rato fuera de casa. Los pies casi tocaban al suelo; una silla, derribada sin duda de una patada, estaba caída cerca de él; la cabeza se apoyaba convulsa en el hombro; la cara hinchada y los ojos desencajados con fijeza espantosa me produjeron, al pronto, la ilusión de la vida.
Descolgarle, no era tarea tan fácil como pudierais creer. Estaba ya tieso, y sentía yo repugnancia inexplicable en dejarle caer bruscamente al suelo. Había que sostenerle en peso con un brazo, y con la mano del otro cortar la cuerda. Pero con eso no estaba hecho todo; el pequeño monstruo había empleado un cordel muy fino, que había penetrado hondamente en las carnes, y ya era preciso buscar la cuerda, con unas tijeras muy finas, entre los rebordes de la hinchazón, para libertar el cuello.
Se me olvidó deciros que antes pedí socorro; pero todos los vecinos se negaron a darme ayuda, fieles así a las costumbres del hombre civilizado, que nunca quiere, no sé por qué, tratos con ahorcados. Vino, por fin, un médico, y declaró que el niño estaba muerto desde hacía varias horas.
Cuando, más tarde, tuvimos que desnudarle para el entierro, la rigidez cadavérica era tal, que, desesperado de doblar los miembros, tuvimos que rasgar y cortar los vestidos para quitárselos.
Al comisario, a quien, como es natural, hube de declarar el accidente, me miró de reojo y me dijo «¡El asunto no está claro! Un paso supremo había que dar aún, y sólo de pensarlo sentía yo angustia terrible: había que avisar a los padres. Los pies se negaban a llevarme.
Por fin tuvo ánimos. Pero, con gran asombro mío, la madre se quedó impasible, sin que brotase una lágrima de sus ojos. Achaqué tal extrañeza al horror mismo que debía de sentir, y recordé la máxima conocida: «Los dolores más terribles son los dolores mudos.
Entretanto, el cuerpo estaba tendido en un sofá, y, con ayuda de una criada, ocupábame yo en los últimos preparativos, cuando la madre entró en mi estudio. Quería, según indicó, ver el cadáver de su hijo.
A la verdad, yo no podía impedir que se embriagase de su infortunio, ni negarle aquel supremo y sombrío consuelo. En seguida me pidió que le enseñara el armario de que se había ahorcado el niño. Me lancé vivamente a arrancar aquellos últimos vestigios de la desgracia, y cuando iba a tirarlos por la ventana, abierta, la pobre mujer me cogió del brazo y me dijo con voz irresistible: «¡Señor, déjemelo!
La desesperación -así lo pensé - de tal modo la había enloquecido, que se enamoraba con ternura de lo que sirvió de instrumento de muerte a su hijo; quería conservarlo como reliquia horrible y amada. Y se apoderó del clavo y del cordel. Ya no me quedaba más que ponerme a trabajar de nuevo, con mayor viveza todavía que la habitual, para rechazar poco a poco aquel pequeño cadáver, que se metía entre los repliegues de mi cerebro, y cuyo fantasma me cansaba con sus ojazos fijos.
Pero al día siguiente recibí un montón de cartas: una de inquilinos de la casa, otras de casas vecinas; una del piso primero, otra del segundo, otra del tercero, y así sucesivamente; unas en estilo semichistoso, como si trataran de disfrazar con una chacota aparente la sinceridad de la petición; otras de una pesadez descarada y sin ortografía, pero todas dirigidas a lo mismo, esto es: a lograr de mí un trozo de la funesta y beatífica cuerda.
Entre los firmantes había, fuerza es decirlo, más mujeres que hombres; pero no todos, creedlo, pertenecían a la clase ínfima y vulgar.
He conservado las cartas. Entonces, súbitamente se hizo la luz en mi cerebro, y comprendí por qué la madre insistió tanto para arrancarme el cordel y con qué tráfico se proponía encontrar consuelo.
En un hermoso jardín, donde los rayos del sol otoño parecían rezagarse a gusto, bajo un cielo verdoso ya, con nubes de oro flotantes como continentes viajeros, cuatro bellos niños, cuatro muchachos, cansados sin duda del juego, hablaban entre sí.
Uno decía: «Ayer me llevaron al teatro. En palacios grandes y tristes, al fondo de los cuales se ve el mar y el cielo, unos hombres y unas mujeres, serios y tristes también, pero más hermosos y mucho mejor vestidos que los que solemos ver, hablan con voz que es un cantar.
Amenázanse, suplican, se angustian y se llevan la mano con frecuencia a un puñal atravesado en el cinto. Las mujeres son mucho más guapas y más altas que las que vienen a casa a vernos, y, por terrible que sea el aspecto que les den sus ojazos hundidos y sus mejillas arrebatadas, nadie puede por menos de quedarse encantado al verlas.
Infunden miedo, ganas de llorar, y, sin embargo, se goza tanto Y lo más singular es que entran ganas de ir vestido como ellos, de hacer y decir lo mismo, de hablar con la misma voz Uno de aquellos cuatro niños, que desde hacía unos segundos no escuchaba ya el discurso de su compañero y observaba con fijeza asombrosa no sé qué parte del cielo, dijo de repente: «¡Mirad, mirad allá lejos!
Está sentado en aquella nubecilla sola, en aquella nubecilla de color de fuego, que anda despacito. Él también parece que nos mira. Ya está muy lejos; dentro de poco no podréis verle ya. Está sin duda de viaje, visitando todos los países. Mirad, va a pasar por detrás de aquella hilera de árboles que está casi en el horizonte Y el niño permaneció mucho tiempo vuelto del mismo lado, fijos en la línea que separa la tierra del cielo los ojos, en que brillaba una inefable expresión de éxtasis y de pesar.
Yo voy a contaros cómo me pasó una cosa que no os ha pasado nunca a vosotros, y que tiene mayor interés que vuestro teatro y vuestras nubes. Hace unos días, mis padres me llevaron consigo a viajar, y como en la posada donde hicimos alto no había cama bastantes para todos, resolvieron que yo durmiese en el mismo lecho de mi criada.
Llamó más cerca de sí a sus compañeros, y habló con voz más baja:. Como no me dormía, me entretuve, mientras dormía ella, en pasarle las manos por los brazos, por el cuello y por los hombros.
Tiene los brazos y el cuello mucho más gruesos que todas las demás mujeres, y la piel tan suave, tan suave, que parece papel de cartas o papel de seda.
Tanto gusto me daba, que hubiera seguido por mucho tiempo, si no me hubiese dado miedo; lo primero, miedo de despertarla, y, después, miedo de no sé qué. Metí en seguida la cabeza entre sus cabellos, que le caían por la espalda, espesos como una crin, y olían tan bien, os lo aseguro, como las flores del jardín a estas horas.
El joven autor de tan prodigioso relato tenía, durante la narración, desencajados los ojos por una especie de estupor ante lo que aún sentía, y los rayos del sol poniente, deslizándose a través de los bucles rojizos de su cabellera enmarañada, encendían en derredor de ella como una aureola sulfúrea de pasión.
Fácil era de adivinar que aquel no había de pasarse la vida buscando a la Divinidad en las nubes, y que la encontraría a menudo en otras partes.
Por último, el cuarto dijo: «Ya sabéis que yo en casa no suelo divertirme; al teatro nunca me llevan; mi tutor es avaro en demasía; Dios no se ocupa de mí ni de mi aburrimiento, y no tengo criada guapa que me duerma.
Muchas veces he creído que encontraría gusto en andar siempre adelante, en línea recta, sin saber adónde, sin que a nadie le cause inquietud, y en ver siempre nuevos países.
Nunca estoy bien en ninguna parte, y siempre creo que estaría mejor en otra parte que no allí donde estoy.
Pues, bueno; en la última feria del pueblo vecino, vi tres hombres que viven como yo querría vivir. Vosotros no reparasteis en ellos. Eran altos, casi negros y muy altivos, aunque harapientos, con trazas de no necesitar de nadie.
Sus ojazos sombríos se volvieron todo brillantez mientras tocaban música, una música tan sorprendente que da gana ya de bailar, ya de llorar o de las dos cosas al mismo tiempo; se volvería uno como loco si lo escuchara mucho rato.
Uno, arrastrando el arco sobre el violín, parecía cantar una pena, y otro, haciendo saltar el martillito sobre las cuerdas de un piano corto colgado a su cuello de una correa, parecía burlarse del lamento de su vecino, en tanto que el tercero juntaba de vez en cuando los platillos con violencia extraordinaria.
Tan contentos estaban de sí mismos, que siguieron tocando su música de salvajes aun después que se hubo dispersado la muchedumbre. Recogieron, por último, sus cuartos, se echaron los bártulos a la espalda y se fueron. Yo, por saber dónde vivían, los seguí de lejos hasta el lindero del bosque; sólo allí llegué a comprender que no vivían en ninguna parte.
El tercero contaba lo recaudado, y decía: «Esa gente no siente la música, y sus mujeres bailan como los osos. Por fortuna, antes de un mes estaremos en Austria, donde hallaremos un pueblo más amable. En seguida se bebió cada cual una taza de aguardiente y se durmieron, vuelta la frente a las estrellas.
Al principio me entró deseo de pedirles que me llevaran consigo y me enseñaran a tocar sus instrumentos; pero no me atreví, sin duda porque siempre es muy difícil decidirse por cualquier cosa, y también porque temía que me volviesen a coger antes de haber salido de Francia.
El aspecto poco interesado de los otros tres compañeros me llevó a pensar que aquel muchacho era ya un incomprendido. Le miraba con atención; tenía en los ojos y en la frente ese no sé qué precozmente fatal que suele alejar a la simpatía, y que, no sé por qué, excitaba la que hay en mí, hasta tal punto, que se me ocurrió por un instante la extraña idea de que podía yo tener un hermano que yo mismo no conocía.
Habíase puesto el Sol. La noche solemne ocupaba ya su lugar. Separáronse los niños, yéndose cada cual, sin saberlo, según las circunstancias y los azares, a madurar su destino, a escandalizar al prójimo y a gravitar hacia la gloria o hacia el deshonor.
Según el sentido moral y poético, es un emblema sacerdotal en manos de los sacerdotes o de las sacerdotisas que celebran a la divinidad, cuyos intérpretes y servidores son.
Pero, físicamente, no es más que un palo, un sencillo palo, percha de lúpulo, rodrigón de viña, seco, duro y derecho. En derredor de ese palo, en meandros caprichosos, juegan como locos tallos y flores, sinuosas y huidizas éstas, inclinados aquéllos como campanas o copas vueltas del revés. Una gloria asombrosa mana de tal complejidad de líneas y de colores, tiernas o brillantes.
El tirso es la representación de vuestra asombrosa dualidad, maestro poderoso y venerando, caro bacante de la belleza misteriosa y apasionada. Jamás la ninfa exasperada por Baco invencible, sobre las cabezas de sus compañeras enloquecidas sacudió el tirso con tanto vigor y capricho como vos agitáis vuestro genio sobre los corazones de vuestros hermanos.
El palo es vuestra voluntad recta, firme e inquebrantable; las flores son el paseo de vuestra fantasía en derredor de vuestra voluntad; es el elemento femenino que ejecuta en redor del macho sus prestigiosas piruetas.
Línea recta y línea de arabesco, intención y expresión, rigidez de la voluntad, sinuosidad del verbo, unidad del propósito, variedad de los medios, amalgama todopoderosa o indivisible del genio, ¿qué analítico tendrá el detestable valor de dividiros y separaros?
Hay que estar siempre borracho. Todo consiste en eso: es la única cuestión. Para no sentir la carga horrible del Tiempo, que os rompe los hombros y os inclina hacia el suelo, tenéis que embriagaros sin tregua. Pero ¿de qué? De vino, de poesía o de virtud, de lo que queráis. Pero embriagaos.
Y si alguna vez, en las gradas de un palacio, sobre la hierba verde de un foso, en la tristona soledad de vuestro cuarto, os despertáis, diminuida ya o disipada la embriaguez, preguntad al viento, a la ola, a la estrella, al ave, al reloj, a todo lo que huye, a todo lo que gime, a todo lo que rueda, a todo lo que canta, a todo lo que habla, preguntadle la hora que es; y el viento, la ola, la estrella, el ave, el reloj, os contestarán: «¡Es hora de emborracharse!
Para no ser esclavos y mártires del Tiempo, embriagaos, embriagaos sin cesar. De vino, de poesía o de virtud; de lo que queráis.
Cien veces había brotado ya el Sol radiante o contristado de la cuba inmensa del mar, cuyos bordes apenas se dejan ver; cien veces se había vuelto a sumergir, centelleante o lúgubre, en su inmenso baño vespertino.
Desde muchos días atrás podíamos contemplar el otro lado del firmamento y descifrar el alfabeto celeste de los antípodas. Y cada uno de los pasajeros gemía y gruñía. Hubiérase dicho que la profundidad de la tierra lo exasperaba el sufrimiento.
Había quien pensaba en su hogar, quien echaba de menos a su mujer infiel y basta y a su prole chillona. Tan enloquecidos estaban todos por la imagen de la tierra ausente, que, a mi parecer, hubieran comido hierba con más entusiasmo que los animales.
Por fin, fue señalada una orilla, y vimos, al acercarnos, que era una tierra magnífica, deslumbradora. Parecía que las músicas de la vida se desprendiesen de ella en vago murmullo, y que en aquellas costas, ricas en verdor de toda especie, se exhalase hasta muchas leguas más allá delicioso aroma de flores y frutas.
Pronto se tornaron todos felices, abdicando su mal humor cada cual. Todas las riñas se olvidaron, todas las ofensas recíprocas quedaron perdonadas, borráronse de la memoria los desafíos concertados y los rencores se desvanecieron como el humo.
Yo solo estaba triste, inconcebiblemente triste. Semejante al sacerdote a quien arrancaran su divinidad, no podía yo, sin desconsoladora amargura, desprenderme de aquel mar tan monstruosamente seductor, de aquel mar tan infinitamente, variado en su espantosa sencillez, que parece contener en sí, y representar en sus juegos, en su porte, en sus cóleras y sonrisas, los humores, las agonías y los éxtasis de todas las almas que han vivido, viven y vivirán.
Al despedirme de tan incomparable hermosura, sentíame abatido hasta la muerte; por eso cuando cada uno de mis compañeros dijo: ¡Por fin! Yo, sólo pude dar un grito: ¡Ya! Era, pues, la tierra, la tierra con su ruido, sus pasiones, sus comodidades, sus fiestas; era una tierra magnífica, henchida de promesas, que nos enviaba un misterioso perfume de rosas y almizcle, y de donde las músicas de la vida llegaban hasta nosotros en aromoso murmullo.
El que desde afuera mira por una ventana abierta, nunca ve tantas cosas como el que mira una ventana cerrada. No hay objeto más profundo, más misterioso, más fecundo, más tenebroso, más deslumbrador, que una ventana iluminada por una vela.
Lo que se puede ver al sol, siempre es menos interesante que lo que pasa detrás de un vidrio. En aquel agujero negro o luminoso vive la vida, sueña la vida, padece la vida. Mas allá de las olas de los tejados, veo una mujer, madura y arrugada ya, pobre, inclinada siempre sobre algo, sin salir nunca.
Con su rostro, con su vestido, con su gesto, con casi nada, he reconstruido la historia de aquella mujer, o, mejor, su leyenda, y a veces me la cuento a mí mismo llorando. Si hubiera sido un pobre viejo, yo hubiese reconstruido la suya con la misma facilidad.
Y me acuesto, orgulloso de haber vivido y padecido en seres distintos de mí. Acaso me digáis: «¿Estás seguro de que tal leyenda sea la verdadera? Ardiendo estoy por pintar a la que tan raras veces se me apareció para huir tan de prisa, como una cosa bella que se ha de echar de menos tras el viajero arrebatado en la noche.
Es hermosa y más que hermosa: es sorprendente. Lo negro en ella abunda; y es nocturno y profundo cuanto inspira. Sus ojos son de astros en que centellea vagamente el misterio, y su mirada ilumina como el relámpago: es una explosión en las tinieblas.
La compararía a un sol negro si se pudiese concebir un astro negro capaz de verter luz y felicidad. Pero hace pensar más a gusto en la luna, que indudablemente la señaló con su temible influjo; no en la luna blanca de los idilios, semejante a una novia fría, sino en la luna siniestra y embriagadora, colgada del fondo de una noche de tempestad y atropellada por las nubes que corren; no en la luna apacible y discreta, visitadora del sueño de los hombres puros, sino en la luna arrancada del cielo, vencida y rebelde, a quien los brujos tesalios obligan duramente a danzar sobre la hierba aterrorizada.
En su estrecha frente moran la voluntad tenaz y el amor a la presa. Sin embargo, en la parte baja de ese rostro inquietador, donde las móviles aletas de la nariz aspiran lo desconocido y lo imposible, estalla, con gracia inexpresable, la risa de un boca grande, roja y blanca y deliciosa, que hace soñar en el milagro de una soberbia flor abierta en un terreno volcánico.
Hay mujeres que inspiran deseos de vencerlas o de gozarlas; pero ésta infunde el deseo de morir lentamente ante sus ojos. La Luna, que es el capricho mismo, se asomó por la ventana mientras dormías en la cuna, y se dijo: «Esa criatura me agrada. Y bajó muellemente por su escalera de nubes y pasó sin ruido a través de los cristales.
Luego se tendió sobre ti con la ternura flexible de una madre, y depositó en tu faz sus colores. Las pupilas se te quedaron verdes y las mejillas sumamente pálidas.
De contemplar a tal visitante, se te agrandaron de manera tan rara los ojos, tan tiernamente te apretó la garganta, que te dejó para siempre ganas de llorar.
Entretanto, en la expansión de su alegría, la Luna llenaba todo el cuarto como una atmósfera fosfórica, como un veneno luminoso; y toda aquella luz viva estaba pensando y diciendo: «Eternamente has de sentir el influjo de mi beso. Hermosa serás a mi manera. Querrás lo que quiera yo y lo que me quiera a mí: al agua, a las nubes, al silencio y a la noche; al mar inmenso y verde; al agua informe y multiforme; al lugar en que no estés; al amante que no conozcas; a las flores monstruosas; a los perfumes que hacen delirar; a los gatos que se desmayan sobre los pianos y gimen como mujeres, con voz ronca y suave.
por qué existen individuos afortunados si la fortuna se caracteriza por su inconstancia, indeterminación e imprevisibilidad? ¿por qué existen perso- nas a Estoy cada vez más conectado con la prosperidad y la abundancia infinita. Mis creencias crean mi realidad de prosperidad. Soy afortunado HISTORIA DEL PESCADOR Y EL EFRITMil y una NochesHe llegado a saber, ¡oh rey afortunado! que había un pescador, hombre de edadavanzada